7 nov 2008

Al Atlético de Madrid le roban el partido en el último minuto

Anfield tiene muchas virtudes, en realidad todas, incluso la señorial vejez que adorna sus cimientos. Pero sobre todo es un estadio que alegra el alma. Llegas allí, oyes ensimismado, asombrado, los pelos como escarpias, el «Nunca caminarás solo», pasas el arco del vestuario al campo: «Esto es Anfield», y piensas que este es el partido de tu vida, el que siempre soñaste cuando eras pequeño, el encuentro mayor que puedes jugar. Eso pone los músculos en tensión, la mente atenta y los veinte sentidos prestos a dejarte la vida en cada balón, dividido o no.

Así salió el Atlético, organizado, enchufado, sin un descuido, cada uno a su tarea y sin perder de vista lo que se tenía que hacer. Con todo eso... y sin el «Kun» Agüero. Fue dar la alineación Aguirre y los atléticos presentes allí y los que se quedaron aquí, atónitos todos, sacaron los cuchillos afilándolos con desmedida fiereza, prestos a rebanar el cuello del mexicano en cuanto las cosas se torcieran en la primera curva.

Fue un riesgo tremendo el de Aguirre. Tenía su lógica pero también ponía al equipo al permanente borde del abismo. Con cinco centrocampistas y uno de ellos, Assunçao, pendiente de la chepa de Gerrard, el Atlético estuvo permanentemente oliendo la colonia de Leo Franco, disciplinado y sin dejar huecos, pero oteando en el horizonte a Reina, mirándole con prismáticos. Aguantó bien porque todos se emplearon en la destrucción con un esmero digno del escenario que les acogía, pero arriba no tuvo presencia... apenas.

Sólo dos veces salieron los rojiblancos, una por la izquierda, remate alto de Simao, y otra por la derecha. Gol. Primoroso toque de Antonio López, centro cuidado y llegada de calidad de Maxi para superar a Reina con un balón cruzado. Un ejercicio de equipo avispado, serio, con oficio, pero con mucho riesgo. El Liverpool atacó con gran velocidad y la pausa que le puso Xabi Alonso, siempre magistral, pero sin encontrar apenas huecos ante la seriedad rojiblanca.

La segunda parte de los «reds» fue la esperada, plena de orgullo, de casta, de fiera ofensiva por parte de los de Benítez, que atacaron con todo, a pecho descubierto y presionando en todo el campo, con un riesgo casi suicida porque dejaban metros y metros de desnudez a sus espaldas. El Atlético contestó con cierre de siete llaves y con alguna que otra contra en la que le cegó la gran vivacidad del encuentro, la aceleración que sufría el choque por mor de la hambruna del Liverpool, poco resignado a dejarse comer el pan en su propia casa.

Lo pasó mal el Atlético, muy mal en ocasiones. Recurrió a la excelente labor de su zaga, sobre todo por el centro, donde la rapidez de Perea y el apoyo de Assunçao fueron mano de santo ante las arremetidas de los locales. El partido estaba cerrado cuando lo abrió el árbitro en un error colosal, con un penalti sólo soñado y que robó la gloria al Atlético.

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